La pintura invisible [parte 02/03]
La pintura es poesía muda; la poesía pintura ciega.
—Leonardo da Vinci—
Siempre que me planteo la fotografía de una película, pienso en un cuadro. Unas veces en un pintor o un periodo del arte pictórico y otras simplemente, un cuadro. Por lo general esta imagen existe mucho antes de la concepción de la película, ha quedado grabada (y olvidada) en mi memoria y años después, sin ser muy consciente, busca el momento oportuno para hacerse presente. Así he trabajado desde que planificaba mis primeros cortos en la academia de cine, los resultados han sido afortunados en ocasiones y desafortunados en otras, pero en todos siempre me resulto muy gratificante recorrer el camino de la luz; ese viaje que empieza con una pintura y termina en la fotografía de una película. El siguiente es el viaje de la luz de Silencio en la tierra de los sueños.
En el 2003 tuve la oportunidad de asistir a una exposición que el Museo Nacional del Prado en Madrid hizo del pintor Johannes Vermeer (1632-1675) titulada Vermeer y el interior holandés. En esa exposición se podían apreciar muchas de sus obras emblemáticas y la influencia de su estilo en la pintura costumbrista de los países bajos. El Prado consiguió reunir la mayoría de sus lienzos más famosos, pero faltaba esa obra mítica que es La lechera (1660). Años después pude viajar a Ámsterdam y recordé que La Lechera se encontraba en el Rijkmuseum, así que decidí ir a verla.
El cuadro es de proporciones muy pequeñas pero su fuerza y la intensidad de la luz son inagotables. Llevaba más de media hora parado frente al cuadro y, para incordio de muchos turistas, no podía dejar de mirarlo. La fascinación por el cuadro es tal que genera un silencio ceremonial en torno a él, hay obras maestras que provocan un barullo constante, La Lechera provoca solemnidad. De alguna manera Vermeer parecía haber prefigurado la fotografía, más precisamente ese instante decisivo del que hablaba Henri Cartier-Bresson. El tiempo atrapado en ese cuadro es un tempus perpetuus, un tiempo que es succionado por la concentración de masa de la propia pintura cuyo centro gravitatorio es el hilo de leche que cae sin cesar. Esta extraña singularidad hace que el cuadro de Vermeer no pare de moverse, es un torrente de luz circular cuya fuerza centrípeta te arrastra a su gravedad y hace que no puedas apartar la mirada del lienzo. Pensé —¡Vermeer ha pintado un agujero blanco!
Estaba yo absorto en ese salón del Rijkmuseum cuando me distrajo el fuerte contraste de otra pintura que se hallaba en la pared opuesta. A unos metros de La Lechera, mirándose ambos lienzos, se encontraba otra obra maestra, La profetisa Ana de Rembrandt van Rijn (1606-1669).
La profetisa Ana (1631) es también un cuadro de pequeñas dimensiones, muy cercano al tamaño de La lechera, pero a diferencia del de Vermeer, que es el gozo de la luz, el de Rembrandt es la exaltación de la penumbra. ¡Maravilloso!—pensé.— dos grandes maestros del Barroco trabajando cada uno en un extremo de la luz! Estaba claro que el comisario del museo había planificado con exquisita precisión la ubicación de ambos cuadros.
Si en Vermeer la luz viste los objetos de color y los cubre de matices, en Rembrandt la luz yace desnuda tras la piel de los objetos. Son los cuerpos los que irradian luz, y su iridiscencia en la penumbra es tan potente como falaz; los colores se transforman creando una extraña sensación de monocromía, pero no es más que la confusión del ojo que no acierta a discernir lo real de lo ilusorio. Para cuando Vermeer pintó su ‘agujero blanco’ Rembrandt había conseguido ya captar la infinita profundidad del universo. En las fronteras de ese universo el sujeto y su entorno se funden, sus bordes se deshacen y el tiempo y el espacio devienen un solo cuerpo, un cuerpo atemporal que vaga en la oscuridad del lienzo.
Se dice que Rembrandt usó como modelo a su madre para esta pintura, una modelo que representa a Ana, la anciana profetisa que según las escrituras reconoció al pequeño Jesús cuando este entró al templo con sus padres. Esta relación pintor-modelo / hijo-madre empezaba ya a resonar en mi cabeza, pero en ese entonces no acertaba a entender que significaban, así que me dediqué a seguir investigando sobre otros maestros del Barroco, pintores que trabajaron el claroscuro y el tenebrismo y que me sirvieron de referencia para el documental que rodaba en esa época. A ese documental le sucedió una ficción y luego de unos años regresé a Ecuador para rodar otro documental, esta vez sobre la muerte de mi padre.
El proceso de investigación me llevó a profundizar inevitablemente en la vida y los espacios de mi madre, su rutina y su soledad después de la pérdida. Un día, mientras me encontraba revisando el material de esa investigación, busqué el significado de la palabra penumbra y encontré lo siguiente:
Penumbra: Sombra débil entre la luz y la oscuridad. Estado o situación en que hay poca luz pero no se llega a la oscuridad (es decir, la sombra es un subconjunto de la penumbra).
“La sombra es un subconjunto de la penumbra”—¡qué frase! —pensé. Esa definición fronteriza me pareció, en sí misma, un gran Tema: luz y oscuridad, vida y muerte, ahí había algo. Pero a la vez me pareció también entrever un paralelismo entre realidad y sueño, especialmente esa etapa del sueño donde la realidad y lo onírico se entremezclan, aquello que llamamos “duermevela” (ya la palabra contiene luz y oscuridad). Descubrí que yo mismo me encontraba en ese estado de duermevela, el impacto de la muerte de papá nos había ubicado en una zona de penumbra a mí y toda mi familia y, de todos nosotros, mi madre era la que más se fundía en esa oscuridad. Fue entonces cuando La profetisa Ana se hizo presente; recordé ese cuerpo atemporal vagando en la oscuridad del lienzo y me pareció ver a mi madre fundiéndose en las habitaciones oscuras de la casa sola. Ya no era sólo lo anecdótico (un pintor utilizando a su madre como modelo), era la coherencia visual (y vital) entre el personaje central de mi historia y la manera de mostrarlo.
El pintor debería pintar no sólo lo que se encuentra frente a él, sino también lo que ve en su interior. Si no logra ver nada, debería dejar de pintar lo que se encuentra frente a él.
—Caspar David Friedrich—
El cuadro me permitió encontrar el estilo visual de la película, determinar la estética de la fotografía. Necesitaba a partir de entonces conformar todo el espacio escénico para que la luz trabajase de manera armoniosa en el conjunto. Acudí de nuevo a los viejos referentes.
Johannes Vermeer volvió al ruedo. Recordé la luz de sus ventanas, el peso de sus atmósferas, la parsimonia de sus acciones reposadas y dignas, el silencio de sus habitaciones y también su paleta de colores. Esa fue la referencia que utilicé para fotografiar los espacios interiores diurnos, escenas costumbristas en las que la protagonista realizaría sus quehaceres diarios.
José de Ribera (1591-1652) me ayudó mucho para planificar la caracterización. Sus pinturas tenebristas fueron guías idóneas para expresar los conflictos internos de un personaje que poco hablaba. También me sirvieron para componer la imagen de ella cuando duerme, así como para iluminar los primeros planos de su rostro, el cual intencionalmente oculté en la penumbra la mayoría del filme.
Diego Velázquez (1599-1560) fue clave en la conformación de los espacios y su cromática, tanto de los decorados como en la posterior corrección de color de la película. En cuanto al color el personaje se desplaza de un extremo a otro en la medida que la trama avanza: del negro y gris ceniza (luto), pasando por el verde oliva y los grises pardos (conoce perro) hasta llegar al durazno y el palo de rosa (conviven frente al mar). Todas estas paletas fueron predilectas del maestro sevillano. Por otro lado las posiciones de sus retratos de enanos y bufones me ayudaron a planificar ciertos encuadres del personaje.
Andrea Mantegna (1431-1506) no es un pintor del Barroco, sin embargo hay una pintura de él, Lamentación sobre Cristo muerto (1480), que también estaba latente en algún lugar de mi memoria, pero a diferencia de La profetisa Ana esta vez fue fotografía la que me llevó al cuadro y no a la inversa. Tenía mucho material de la etapa de investigación, apuntes, dibujos y sobretodo cientos de fotografías de mi madre durmiendo que utilizaba como estudio para los posteriores encuadres de cámara. Como era natural, cuando ella dormía lo hacía en su cuarto (aunque luego en la película utilizamos varios cuartos diferentes para recrear el paso de la realidad al mundo de los sueños), y éste era de dimensiones bastante pequeñas, lo que me obligaba a tomar dichas fotografías casi siempre desde un mismo ángulo, desde los pies de la cama. Recordaba la pintura de un cristo muerto en una posición similar pero no podía recordar el autor. Busqué por semanas hasta que di con este gran pintor italiano que realizó una de las obras más conmovedoras de la muerte de Cristo.
Lo que me había cautivado del cuadro de Mantegna era la pasividad de su Cristo muerto. En Mantegna ¡la muerte se asemejaba al sueño! El rostro de Cristo y su posición corporal son de quien descansa y sueña profundamente. Las mujeres que lo lloran están sufriendo en la realidad de su tiempo: la vigilia, pero él está inmerso en una realidad fuera de ese tiempo: el sueño de la muerte, una realidad ni superior ni inferior a la de ellas, tan solo diferente.
Esa idea del sueño como metáfora de la muerte me ayudó a comprender el final de mi película (el cual era diferente en el guión y los primeros cortes de edición). Entendí que era ahí donde debía abandonar a mi personaje, en esa frontera Rembrandtiana en la que el sujeto se desvanece en su propio entorno, ahí donde la luz y la sombra se deshacen en la penumbra. Allá quedaría ella, vagando por siempre entre la realidad y el sueño, y el ojo confundido no acertaría a discernir, qué fue verdad y qué no lo fue.