Dicen que el alma de los artistas no tiene sosiego, patria ni tiempo, y que está hecha de una sustancia volátil que corrompe su propio cuerpo. Sin embargo, de esa combustión espontánea ha nacido la luz que ha iluminado el espíritu humano a través de los tiempos. Ese alma los griegos* la personificaron en Psique, una ninfa condenada por Afrodita a enamorarse de la fealdad de los mortales, pero que termina enamorada del propio hijo de la diosa: Eros. El amor de Psique y Eros fue sometido a durísimas pruebas en el inframundo o reino del Hades y, sólo en la medida que la ninfa batalló infatigable por los infiernos, pudo ascender para triunfar en el Olimpo y consumar su pasión.
La fotografía —y con callado recelo lo sabe la pintura— es el arte que capta el alma humana, y si el artista detrás de la cámara lleva como Psique la impronta de su destino, entonces la capción del alma se transforma en su captura definitiva.
Cuando contemplo una fotografía de Ana Belén Jarrín (Ecuador, 1976) tengo la sensación de escuchar el grito de Psique al abrir la caja negra donde traía atrapada la belleza que se le concedió en el Hades. Un belleza proveniente del infierno donde el alma está condenada a la cárcel de la piel, atrapada en un cuerpo incapaz de soportar las furias ingobernables del espíritu.
El imaginario brutal de Jarrín no trata de fotografiar lo físico ¡pretende plasmar lo metafísico!, sí, mirando de tu a tu al ser humano que al otro lado de la cámara tiene el valor y la dignidad de posar para al tiempo perpetuo, y ahí está ella esperándole con la alevosía de un niño que pregunta: “Oiga usted señor de la cicatriz ¿por qué si esta tan feo se lo ve tan hermoso?”
Ana Belén Jarrín ha trabajado con gente con parálisis cerebral, desordenes mentales, personas con ictiosis, transexuales, travestidos, drogadictos, personas en procesos de quimioterapia, ancianos, embarazadas, bebés, y un largo etc., y, aunque pudiese pensarse que la mueve lo sórdido y la porno miseria, nada más lejano de ese juicio a priori; la suya es una mirada transformadora de la convencionalidad sobre la fealdad y lo prohibido, como en su momento lo fue la mirada de Caravaggio, de Brueghel o de Francis Bacon. Jarrín tiene la inquietante habilidad de sacar a la luz lo macabro y perverso del alma humana, no importa si es un bebé, un flamingo o un tullido, donde ella mira algo se perturba, pero atención: de ese pozo de donde ella extrae sus imágenes sale lodo y sale luz, la belleza del rostro humano como cartografía de su mísera existencia flota involuntariamente en cada retrato, aún cuando este rostro se ha transformado en una mano o un antebrazo. De su cámara afloran los monstruos y los dioses que nos habitan, y en esa complejísima contradicción entre cuerpo y espíritu su arte fotográfico consigue reunir una vez más a Psique y a Eros en un círculo perpetuo entre Hades y Olimpo.
(*) “El asno de oro” (Metamorfosis / Psique y Eros), Apuleyo / s. II DC.
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