Hace un tiempo una amiga, amante del arte, me mostró un pintor que desconocía; Dino Valls (España, 1959). Mi sorpresa fue doble. Primero por la agradable perturbación que produce contemplar sus cuadros por primera vez y segundo por ser un pintor español del que nunca escuché hablar cuando viví en ese país. Desde entonces he revisado sus cuadros con frecuencia y descubro que ciertas sensaciones se conservan en la medida que otras se desvanecen. Quizá la más volátil sea la permanencia de esa perturbación inicial, con el paso de los días sus cuadros se vuelven familiares y diáfanos, incluso predecibles, lo agradable siempre está ahí, sólo que dura menos, y así, sin notarlo, el misterio se va diluyendo en su exquisito manierismo.
Descubrí que Dino Valls fue un apasionado del dibujo desde su infancia, a los 16 años comenzó ya a incursionar en la pintura al óleo de manera autodidacta y a los 23, después de graduarse de médico cirujano en Zaragoza, abandonó la medicina para dedicarse de lleno a la pintura.
El interés por la medicina, la psicología, la religión, la anatomía y la cirugía tienen una evidente influencia en su obra, pero lo que más me llama la atención en sus pinturas —además de su depuradísima técnica pictórica; Valls lleva años estudiando y experimentando con las técnicas de los maestros flamencos e italianos del renacimiento y el barroco— es la obsesión compulsiva por representar “un único ser” como protagonista de los más de 200 cuadros que lleva pintados hasta la fecha.
A Dino Valls no se lo considera un pintor realista (amén de su hiperdetallismo), Valls es un pintor figurativo, pinta de memoria y nunca usa un modelo, y quizá ése es el origen de lo inquietante en su trabajo: el rostro y el cuerpo de su única protagonista. Una ninfa habita en la cabeza del pintor y éste le permite materializarse, aunque enjaulada, en su pintura. Más de veinte años pintando a una criatura casi andrógina, atrapada —o detenida— en esa etapa de transformación en que el sexo del ser humano es un bosquejo de su psiquis. Sabemos que es una hembra por la insipiencia de sus pechos y sus genitales, pero su mirada y su gestualidad maniquea nos advierte de un estado aún inacabado, larvario, quimérico. Es igual si esa criatura representa un varón, la sensación de ambigüedad es igualmente inevitable… como inevitable es no sentirse incómodo ante esa mirada suplicante y anodina que implora ser rescatada de las torturas impuestas por el cuadro, y no sólo por los objetos de tortura representados en el lienzo, sino por ¡el cuadro en si mismo!, por la presión de sus marcos y ángulos, por las bisagras, puertas y retablos, por la viciada atmósfera de la luz, por la pesada antigüedad de su paleta cromática y por la elaboradísima arquitectura compositiva de verticales y diagonales con las que Valls lleva atravesando el cuerpo de su musa niña por años.
Valls parece verse forzado a torturar a su propia criatura y a hacerlo de tres formas: La primera es visual; sometiéndola a toda suerte de instrumentos quirúrgicos que la laceran y esclavizan al experimento pictórico. La segunda es perceptual; ubicando a esa ninfa en un espacio tiempo claustrado, la tierra de lo antiguo y lo exiguo representado en la rocambolesca imaginería en torno a ella. Y la tercera es metafísica; obligándola a permanecer atrapada en su eterna representación de Ser en tránsito evolutivo.
Pareciese como si el pintor —carcelero y cautivo de su creación— quisiera apresar algo inasible, algo “fugaz y etéreo”, y me vienen a la mente dos de las representaciones universales de esos conceptos: Un ángel y El tiempo.
Visita su website > http://www.dinovalls.com/
Diego Leon
increible, muy bueno, gracias por compartirlo
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