Una de las parejas de artistas más hermosas y prolíficas del pasado siglo fue aquella formada por el fotógrafo estadounidense Alfred Stieglitz y su esposa y musa, la pintora de Wisconsin Georgia O’Keeffe (1887-1986).
La invaluable obra de Stieglitz —quien además fue mentor de O’Keeffe desde sus inicios— será motivo de una revisión aparte. Sin embargo, la obra pictórica de O’Keeffe es uno de esos lugares donde vale la pena detenerse a reposar la mirada.
Sus cuadros, desde sus primeros carboncillos hasta las abstracciones minimalistas de su último periodo —que la emparentan con la obra de René Magritte o Joan Miró, no conceptual pero si formalmente—, están compuestos de enigma, masa corpórea y una gran carga erótica. Aún cuando ella se empeñó en desmentir ese calificativo sobre su obra, la mirada de O’Keeffe trataba con el mismo rasero sensual-carnal tanto una flor, un edificio, un río desde el cielo, un cráneo vacuno o una montaña en el desierto. El suyo es un arte de lo simple, de lo directo, de lo inmediato. Todo lo circundante contiene objetos dignos de ser representados y, en la medida en que nos acercamos a ese objeto como si lo mirásemos a través de un lente Macro, el universo significante a su alrededor se desdibuja y desaparece para dar paso a la transformación que ejerce el arte sobre lo cotidiano. —»Cada vez que tengo una idea par un cuadro, me viene el pensamiento: qué banal. ¿Por qué tengo que pintar esta vieja roca? ¿Por qué no doy mejor un paseo? Sin embargo, entonces se me ocurre que a otra persona no le resultará banal.»—decía Georgia O’Keeffe sobre el oficio del pintor.
La vida de esta enorme pintora, quien ejerció su arte hasta sus últimos días, inspiraría a cualquiera con vocación. Casi impedida por la ceguera en Malcon Varon (su rancho en Nuevo México donde murió con 98 años) empezó a trabajar la escultura en barro, con el propósito de no renunciar jamás al contacto con el mundo que la rodeaba y hacer de ese contacto, un puente con lo imperecedero.

