André Kertész (Budapest, 1894) es más conocido por ser catalogado como el padre del foto-periodismo que por su trabajo experimental en la fotografía. Si bien es indiscutible su influencia en la obra de Henri-Cartier Bresson (Homing ship, 1944), Robert Doisneau (Arm in Ventilator) o Chema Madoz (Melancholic Tulip, 1939) por poner algunos ejemplos de fotógrafos que trabajaron sobre lo cotidiano y del doble sentido visual, Kertész tuvo también una faceta mucho más creativa e investigativa.
Junto con fotógrafos como Robert Capa o Brassaï tuvo que emigrar del imperio austrohúngaro a la Francia de los años veinte. En París coquetea con el movimiento dadaísta y comienza a experimentar con la forma de los objetos y su composición en el espacio. Más tarde, en el New York de los cincuenta, produce una serie impecable y vanguardista de fotografías que replanteaban la manera de entender y decodificar la arquitectura de la gran manzana. Y al final de su vida, en la década de los ochenta —Cuando la Polaroid le regala una SX-70— elabora una serie de imágenes de una sofisticación y una simplicidad estética vigentes hoy más que nunca.
Pero uno de sus trabajos más inquietos (e inquietantes) es el que realizó en 1933: “Distorsiones”.
Si bien la curiosidad por este tipo de imágenes empezó en Hungría a raíz de su famosa fotografía del hombre zambulléndose en la piscina (1917), no es hasta 1939 cuando su trabajo experimental con las distorsiones fractales le valen el reconocimiento como maestro de la luz. Mediante un juego óptico y utilizando espejos deformantes Kertész consiguió cerca de 200 imágenes únicas, en las que el cuerpo de la mujer se transforma en un bucle amorfo e imposible, un laberinto de masas escultóricas que redefinen la idea de la mujer como objeto, pero sobretodo una imaginería al servicio de la forma, con la luz como única herramienta para esculpir el cuerpo humano y el espacio que lo circunda.
From the series “Distortions” by André Kertész, 1933

