En el 2003 tuve la oportunidad de asistir a la exhibición “Regards” (Miradas) que el Instituto Francés de Barcelona organizaba con el último trabajo del fotógrafo Pierre Gonnord (Francia 1963). Desconocía hasta ese entonces la cautivante obra de este fotógrafo que vive radicado en Madrid desde hace 25 años. La experiencia de ese primer contacto con las imágenes de Gonnord ha permanecido latente en mi memoria: El uso que hace de la luz, el delicadísimo tratamiento del color y la elección del claroscuro tienen siempre la capacidad de paralizarme y provocar una solemnidad inexplicable frente a los seres que él retrata. Pero, por sobretodo, son dos los sentimientos que las imágenes de Gonnord siempre me dejan: Por un lado la sensación de ser lanceado por las miradas de esos rostros, atravesado por un puente atemporal que une (¿o separa?) el mundo y la circunstancia detrás de sus ojos y el mundo y mi circunstancia delante del retrato. El otro sentimiento es el de estar presenciando la dignidad del ser humano como pocas veces se nos es permitido contemplar, con un respeto y una monumentalidad hacia el individuo que me hace bajar la mirada para descubrir lo que queda a mi alrededor.
La elección del barroco en Pierre Gonnord no es casual ni gratuita. Como los personajes marginales de Caravaggio, los autorretratos de Rembrandt o los anodinos bufones de Velázquez, Gonnord trabaja con el hombre real, no con su proyección. Sus personajes son los nadies, los desplazados del sistema o del destino, sus modelos son gente corriente, de a pie, a los que él aborda en la calle e invita a su estudio para perennizar su belleza y sacar a la luz la vida que yace oculta en la cartografía de sus rostros. Y es precisamente ahí, en esa fracción de segundo donde el arte fotográfico congela lo inasible, cuando el hombre anónimo deviene universal y su imagen idealiza la grandeza de su especie.