Existen experiencias que, desde el primer instante en que las vivimos, tenemos la certeza que quedarán grabadas en nuestra memoria por siempre, así como existen obras de arte capaces de recrear tales experiencias y, si tenemos la fortuna de que sean obras cinematográficas, podremos acudir a estas experiencias una y otra vez sin que la memoria ejerza su fractal distorsión.
Una de esas obras es Holy Motors (Léos Carax, 2012), y esta secuencia en particular, es una de esas experiencias memorables.
Asistir a Holy Motors es aceptar nuestra vulnerabilidad frente a la Máquina de los Sueños, como antiguamente solía llamarse al cine. Y es precisamente ESO lo que la obra de Léos Carax (Francia, 1960) reivindica desde el primer al último fotograma, la premisa fundacional de Georges Méliès: El cinematógrafo no es “la” realidad, es “otra” realidad. Y, esa otra realidad, no tiene por qué comportarse como lo hace aquella en la que vivimos. ¿Para qué? ¿Qué sentido tiene todo el ingente esfuerzo que supone hacer una película —incluso para el niño mimado del cine francés como es Léos—si esta no reinventa nuestra vida por, al menos, 90 minutos?
Las leyes renacentistas que rigen la narrativa contemporánea se rompen para dar paso a una estructura cubista, poliédrica, sin perder por ello un ápice de clasicismo. Es ahí donde el cine de Carax choca de bruces contra un espectador adiestrado para no ladrarle a la pantalla y acostumbrado a pagar para que sea la pantalla quien le ladre. El film de Carax no oculta el artificio detrás del espectáculo, su película ES el espectáculo del artificio.
No una, sino hasta once veces el director francés nos abre en canal su propia historia y a su personaje, dejando al descubierto sus entrañas, no para que nos horroricemos de la perpetua maquinaria de mentiras que es el cine —veinticuatro mentiras por segundo que, en términos Godarianos, crearían una verdad absoluta—, sino para disfrutar de caer enviciados una y otra vez en su trampa y creernos, como un niño que aprende a caminar (inicio del film), el truco del mago. Esta, por sobre otras virtudes, es la grandeza de Holy Motors, una pieza imperfecta y desequilibrada a ratos, sí, pero una obra libre, excepcional y única como se ven tan pocas.
El cine y el teatro, la vida y su representación, la realidad y su percepción, el hombre y sus máscaras; la película de Carax opera como una matryoshka, ocultando una realidad dentro de otra y de otra y de otra. Como las máscaras que el enorme Denis Lavant va desechando a lo largo de la trama, así la propia película se oculta tras una máscara con forma de teatro del absurdo, una suerte de Butoh francés que encierra un profundo homenaje al arte cinematográfico y nos muestra, a través de un hermoso acercamiento al mundo del actor, su fascinante y tortuoso universo imaginario: la suplantación.
Todo ejercicio de creación es un ejercicio suicida, lleva implícita la muerte parcial de su creador. En ese pacto tácito entre creación y creador se sacrifica la inocencia para dar paso a la experiencia, se inmolan las ideas para dar paso a las formas y, con las cenizas de estas, se edifican las obras que trascienden a sus autores. Carax lo hace, y se deja la piel en el intento, sin importarle salir o no bien parado. Lo suyo es un compromiso y una responsabilidad, sí, para con su público adormecido (atención a la primera toma de la película), pero también para con el arte del cinematógrafo y, por sobretodo, para consigo mismo.